Emilia Pardo Bazán (1851-1921) Escritora y feminista.

Podría parecer que hablar de una mujer que falleció un siglo atrás —nacida cuando Isabel II, la de los Tristes Destinos, reinaba en España— es anacrónico. Y no os quito la razón. De hecho, yo mismo lo pensé al toparme con ella.

Fue un cúmulo de casualidades, como es costumbre que ocurra, las que resucitaron a Emilia de su tumba y la trajeron hasta mi puerta. Al escuchar los golpes de sus delicados nudillos, acudí presto a abrir. Ante mí, una cincuentona entrada en carnes, ataviada con vestido de pliegues ceñido a la cintura y gesto altivo. «Buenos días —solté sorprendido—. ¿Se ha extraviado, señora?». Ella, sin perderme la mirada, esgrimió ante mi cara un pergamino con olor a alcanfor. Tras frotarme la nariz, di un paso atrás y se lo arrebaté de la mano. Sin duda, se trataba de una carta de presentación. Con el ceño fruncido, comprobé que en ella rezaban oficios tan nobles como lo son los de periodista, ensayista, crítica literaria, dramaturga, traductora, editora y catedrática. Así como otros tan controvertidos como los de novelista y feminista. Pese a ello, fue a continuación, al reparar en lo que tal vez fuese lo más importante de todo, cuando quedé más sorprendido. Al pie del ajado y quebradizo documento rezaba el título de condesa de Pardo-Bazán. «Bueno, tan solo se trata de otra mujer aupada a lomos de la historia por la vieja nobleza. Otra de esas que se estudia en los aburridos libros de historia». Pero no se vayan todavía, que luego contaré.

Que ¿qué astros se alinearon para que tal milagro ocurriese, para que una mujer sepultada cien años atrás venciese a la muerte y saliese a recorrer una vez más los inescrutables caminos del tiempo?, os preguntaréis vosotros, si es que aún no os habéis marchado. Os contaré. Transcurrían los últimos días de la navidad pasada, confinados y aburridos en una casa rústica de alguien cercano que no viene a cuento, cuando abrí por casualidad un cajón herrumbroso para echar una ojeada. Al fondo, bajo chismes amontonados durante lustros, localicé lo que no serían menos de una treintena de antiquísimos periódicos de papel amarillento y cuarteado. O al menos eso fue lo que creí en un principio. Más llevado por el hastío que por la curiosidad, alcé el primero del montón. Había errado. No se trataba de viejos periódicos, sino de una breve colección de ejemplares de la antigua revista literaria denominada «Novelas y Cuentos». ¿Qué es esto?, me pregunté. Os dejo abajo una foto para que os hagáis una idea de lo que vi.


Sí, en eso tampoco os quitaré la razón, aquello no causaba demasiada impresión. Pero como tenía a mano el portátil, y todo el tiempo del mundo, lancé el ejemplar al montón, levanté la tapa, metí las palabritas en el buscador y repasé los resultados. Tantos y tan buenos fueron que no cabrían mis hallazgos en esta entrada. De modo que —para no apartarme demasiado de nuestra condesita, hilo conductor de la presente entrada— os hablaré en otra de la dicha revista Literaria, ya que merece mucho más que una breve y postiza mención en esta. Volvamos pues a la condesa.

Tras devolverle a la buena mujer la carta, la hice pasar a la biblioteca, me recosté en el sillón y la contemplé receloso por tan inesperada visita. No me sonaba su cara, pero el hálito de su nombre vagó entre mis recuerdos durante un breve segundo: Emilia Pardo Bazán... Sí, un par de veces lo había escuchado o leído, pero sin que tales sucesos hubiesen dejado huella digna de mención. «Siéntese, por favor», le solté. Altiva, como solo lo podía ser una condesa de vuelta de todo, levantó la nariz mientras me miraba de soslayo y terminó por rendirse a la orden. En esas, regresé al cajón herrumbroso, recuperé aquel primer ejemplar y retorné al sillón. Arriba, en negro y subrayado, «Emilia Pardo Bazán», justo debajo, «UN VIAJE DE NOVIOS. Una novela completa». 50 céntimos. Dieciséis pliegos a doble cara. Imposible meter una novela completa, de setenta mil palabras, en tan escaso soporte. ¿Suya?, le pregunté —a las condesas, incluso en el siglo XXI y aunque sean más jóvenes que tú, hay que hablarles de usted—. Ella clavó sus ojos inquisitivos en mis pies y los alzó despacio hasta alcanzar los míos. No respondió. Ignorando su desprecio, comencé a leer.

En efecto, fuera quien fuese el editor, se las había ingeniado para meter una novela completa en dieciséis pliegos doblados y venderla por cincuenta céntimos, en una época en la que una de aquellas valía sus buenas tres o cuatro pesetas. Aunque debo decir que el pretendido milagro no resultó serlo, sino que tan solo fue producto de una minúscula y apretada tipografía. Tardé unas cuatro o cinco horas en terminarla. Con los ojos empapados y rojos, levanté la mirada. Allí seguía ella, en la misma postura. «Un viaje de novios», sencillamente, me había cautivado. Un dominio completo, definitivo, del lenguaje, una exquisita narrativa. Una novela descriptiva, tal vez al uso de la época, sí, pero nunca lenta ni aburrida, nunca perdida entre palabras, siempre aferrada al hilo conductor de la trama. Un tema mundano y trillado —el casamiento por conveniencia de una provinciana con dinero y un noble arruinado, un viaje de novios que por entonces suponía el modernismo traído de Europa, el enamoramiento infantil y tardío de una mujer casada—, sí. Pero una delicadísima obra de orfebrería, una historia muy bien llevada, entretenida. Al menos a mis ojos, una joya literaria, que lo debió ser en su nacimiento, en 1881, y que lo seguía siendo siglo y medio después.

«Señora Condesa —nótese la mayúscula—, le pido disculpas por el recibimiento. Me tiene a sus pies para lo que guste mandar». Emilia —altiva siempre, grande, mujer, cincuentona— desclavó entonces su mirada de la mía y se incorporó. «Su impertinencia queda disculpada —se dignó decir—. Pero en adelante, ándese con cuidado conmigo». Aquellas, sus primeras y últimas palabras, me dejaron plantado. Recogió sus guantes y su bolso, y se marchó, sin un triste adiós, sin un encantado de habernos conocido.

Fue entonces cuando me decidí a purgar mi culpa, a sacudir mis prejuicios iniciales y tratarla en singular, atomizada y humana, despojada de su halo aristocrático, a escribirla como la gran mujer y escritora que fue. Emilia Pardo Bazán Emilia murió en Madrid en 1921. Nunca pudo acudir a la universidad, porque por entonces les estaba vetada a las mujeres, pero tuvo la suerte de pertenecer a una familia que pudo proporcionarle una visión europea y moderna, una educación exquisita y un fructífero acercamiento a la literatura. Le sirvió aquello para tomar conciencia de la situación social de la mujer y defenderla en los años que hubieron de venir, a hacerlo incluso tanto tiempo después de su muerte, llamando a la puerta de las casas rústicas en mitad de la tarde, sin más armamento que su ajado pergamino y su pesado y deliciosísimo legado.


No he logrado dar con la fecha exacta en que fue publicado este ejemplar que os presento y que incluía su segunda novela. Pero debió ser apenas terminada la guerra civil. Da por ello la impresión de que la censura de posguerra no supo o no pudo enterrar su trascendente trabajo. No es un Viaje de Novios una obra reivindicativa, porque fue una de las primeras que escribió y aún no había hecho suya la causa, pero lo fueron otras, como La Tribuna —considerada como la primera novela naturalista española—, que terminaría por separarla definitivamente de su marido José Quiroga y lanzarla a los brazos de Benito Pérez Galdós. Un texto, según dicen, rebelde y provocativo que ya tengo apuntado en mi larga lista de obligadas lecturas.

Apoyado en el quicio de aquel cortijo extremeño en el que nos conocimos, contemplando su arrogante contoneo a lo largo del camino, en busca de la verja de salida, os animo a conocer y leer su obra ahora que está a punto de cumplirse el centenario de su muerte. La obra de una —al menos literariamente hablando— excelsa Condesa. Estoy convencido de que no os defraudará.


[5] Revista Literaria Novelas y Cuentos

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